14/8/09

Inshallah

Marrakech es una ciudad viva, orgullosa, caótica, fascinante. Los turistas entran en ella descarados, un tanto altivos, semidesnudos, hasta que las chilabas, los pañuelos, los calores, las mareas humanas saliendo de las mezquitas después del rezo de los viernes acaban por arrinconarlos, los hace pequeños, quedan absortos y absorbidos por el trepidante caos de sus calles color terracota del zoco urbano. El humo de las motos, los taxis y los sidecar que circulan atropelladamente por aquí se mezcla con el olor a especias cocinadas de los puestos de comidas locales. Vemos pasar bellas mujeres, cubiertas de cabeza a pies por prendas blancas, rosas, azules, negras... con pañuelos anudados al cuello, turbantes que envuelven sus melenas negras, que ensalzan sus ojos pintados y su mirada. La calle es de los hombres, con sus chilabas, sus babuchas, sus motos, sus amigos. De repente todo se intercambia, todo se mezcla: mujeres en sus motos, hombres de la mano, ancianas cansadas que sonríen y piden ayuda, jóvenes que te preguntan: ça va? quiere cus-cús? merci, sucran...

Leila y yo intentamos pasar desapercibidas en un mundo tan diferente. Misión imposible. Pero es nuestro primer día entre locales. Decido tomar agua natural -no fresca-, té a la hierbabuena. Me sienta bien el té, pero no podemos con el agua caliente... Leila pide un Sprite. Su árabe-sirio le acerca de una manera distinta a los locales. El trato cambia, y mucho.

Y nos dejamos llevar. Vuelvo al hotel, familiar y acogedor, y en la piscina se bañan juntas mujeres en bikini y niñas vestidas y cubiertas con pañuelo. Dormimos un poco, escribimos, leemos "El edificio Yacobián", de Alaa Al Aswany, y seguimos nuestro viaje iniciático.

Inshallah.