18/6/04

El “Via crucis” hacia el olvido

Una fosa común en el Cementerio de Guadix, último destino de un recorrido que comenzaba en la espartera de Benalúa y terminaba en la Ermita de San Antón. Lugares que fueron testigos de piedra del particular “Via Crucis” que sufrieron en tierras de Acci la represión de posguerra. Una memoria que sigue viva en muchos accitanos y que puede ser rescatada con la ayuda de las instituciones.

Lidia M. Ucher.Guadix. Francisco Parra, de 78 años, espera en su ciudad natal, Guadix, la publicación de su libro “Memoria y recuerdos de un currante accitano”, que dice ser la continuación de “Mi cesta de mimbre”, una obra sobre la memoria de su niñez, que aún recuerda perfectamente. “En aquellos años, vendía bollos y tortas en una cesta de mimbre, donde fui acumulando las historias que mis paisanos me iban contando”, nos cuenta Francisco, que fue testigo de muchos apresamientos y fusilamientos en Guadix durante la Guerra civil.

Un recuerdo que le llevó a indagar sobre el particular “Vía crucis” que sufrieron los represaliados de la guerra en Guadix, una iniciativa que pretende llevar a cabo el Ayuntamiento de Benalúa para investigar la historia del campo de concentración que fue la Espartera en la posguerra española, con las ayudas que pone a disposición de todos los ayuntamientos andaluces la Consejería de Justicia. El objetivo, recuperar la Memoria Histórica y otorgar el reconocimiento institucional y social de las personas desaparecidas durante la Guerra Civil y la Posguerra en tantos lugares olvidados.

Via crucis
La primera estación del “Vía crucis” era la antigua Espartera de Benalúa, donde encarcelaban a los prisioneros. También en la azucarera “San Torcuato” de Guadix. Los que no conseguían su “aval”, iniciaban el “paseo”, esposados, camino de la Ermita de San Antón, testigo de muchos fusilamientos. Los cuerpos que allí quedaban los trasladaban al Cementerio, donde una fosa común los enterraba para siempre.

Manuel Urendes nació en 1924 en Benalúa. Con apenas 15 años, hacía el trayecto casi a diario con su carro desde su casa a la Espartera, donde su amigo, el teniente Miró, se encontraba detenido. Le llevaba el café a su amigo, pero era el encargado de recoger los restos de comidas y de la limpieza de los baños de los más de 200 prisioneros que calcula que hubo en este campo de concentración durante al menos un año entero.

También viajaba hasta la Azucarera de Guadix, con el carro repleto de patatas para los presos que se encarcelaron allí, “y que estuvieron muchos años”. Recuerda también filas de presos que caminaban por la carretera de Guadix a Benalúa, custodiados por soldados, camino de la Espartera. Manuel habla de los que consiguieron el preciado “aval” para ser liberados, pero también recuerda fusilamientos de vecinos de Benalúa en los años de posguerra.

Francisco Parra, nacido en Guadix en 1926, también pudo ser testigo de muchos “vía crucis”, pero recuerda uno en especial, el de un hombre esposado que lloraba suplicando a su paisano que, “por sus hijos”, no lo mataran. “Lo más duro fue que yo no conocía al prisionero, pero sí a quién lo llevaba esposado hacia la Ermita de San Antón, otro paisano, nacido en Guadix, que había delatado a su vecino, probablemente por antiguas rencillas, y el hecho de ser de izquierdas era motivo sobrado para poder apresarlo y ejecutarlo”, según relata Francisco.
Otro recuerdo vivo de Francisco es el de su amigo Miguel Pujada, “El Colorines”, que fue ejecutado en Guadix. Era el que elaboraba las tortas y bollos que él vendía, “mi maestro, mi patrón y mi amigo”. Murió en agosto de 1939, fusilado, en la ermita de San Antón. Su esposa, Aurelia, conservaba alguno de los escritos que Miguel enviaba a su mujer, ocultos en la cesta de la comida, durante su cautiverio en la ermita, y que los recoge Francisco en su libro “Mi cesta de mimbre”.

La Ermita fue construida en el siglo XII por mozárabes, siendo venerada por las culturas musulmana, cristiana y judía. Allí se celebra cada 17 de enero San Antón, simbolizando el hermanamiento de culturas a la luz de las hogueras. Por este motivo, la fiesta tiene un carácter entrañable para los accitanos, por unir a todos los cultos asentados históricamente en Guadix, “olvidando vencedores y vencidos”, según cuenta el accitano José María Ortiz.

El mismo lugar fue testigo de los horrores de la posguerra. “Si las paredes de esta ruinosa ermita hablaran, cuántas cosas nos dirían”, dice Francisco Parra. Pero los muros fueron testigos de piedra de muchos accitanos que sí recuerdan lo que allí vieron o llegó a sus oídos, manteniendo viva la memoria de los seres queridos que allí murieron, “en la peor de las muertes, humillados, deshonrados y una gran mayoría sin un Tribunal legítimamente constituido que los juzgase con dignidad”, tal como relata Francisco en sus memorias.

Muchos fueron “paseados” porque un día hubo un disgusto por cosas de novias, rencillas familiares, represalias o simplemente porque figuraron en uno u otro partido y no habían podido conseguir el “aval”. Francisco dice que “es preferible no señalar los nombres de estos autojusticieros, para que los jóvenes de hoy los sigan ignorando, tanto el de los fallecidos como el de los pocos que aún quedan vivos”.

Pero lo que no se debe olvidar es la historia de lo que allí pasó. Prisioneros, procedentes de toda España, estuvieron encarcelados en la espartera de Benalúa, una fábrica de pasta de esparto para papel cuyo nombre todavía puede leerse en el edificio, “Nuestra Señora de las Angustias”.
Un edificio que conserva entre sus ruinas huellas de lo que fue aquel campo de concentración. Rastreando en su interior, todavía se pueden distinguir los habitáculos empleados como celdas o los disparos de fusil, según nos contaba Mª Ángeles Pérez, teniente alcalde de Benalúa.
Tantos fueron los presos que allí llegaron, que hubo que habilitar parte de la fábrica azucarera “San Torcuato” de Guadix. Allí fueron interrogados, no sin recibir torturas. Muchos de los que superaron los castigos y fueron libertados por medio del aval, quedaron marcados por la dura experiencia. Pero los que no pudieron volver a casa, salieron de la Espartera camino de la Venta Eritaña, y de allí, como última estación del Vía Crucis, a la Ermita de San Antón. Eran los condenados a la pena máxima.

Francisco aún recuerda las voces que durante la noche y la madrugada escuchaba procedentes de la Ermita. Dos palabras que todavía resuenan en su cabeza: “Centinela Alerta!”. Tampoco olvida el desfile de madres, esposas e hijos que diariamente iban a llevar la comida a sus familias encerradas en la Azucarera y San Antón. “Lo más triste es cuando llegaban a la ermita con el cesto de viandas y el guardián les decía que ya no era preciso, que esa misma mañana había fallecido”.

Una escena la recuerda Francisco con especial conmoción. Fue la de una niña de corta edad que iba a llevar la comida a su padre cuando un día alguien le dijo, señalando al camposanto, “que su padre ya había cambiado de sitio”. La niña fue hacia el cementerio, preguntó por Manuel “El Pelele”, tal como le dijo “con lamentable cinismo e ironía una bestia de muchos conocida y con peores sentimientos que el lobo del cuento”, según relata Francisco, y allí encontró al enterrador sepultando en una fosa común a cuatro hombres que pocas horas antes habían recibido “el alimento eterno”, entre ellos, el padre de esta “Caperucita”, que tuvo que presenciar la espeluznante escena.

Acabada la guerra, antiguos combatientes del Ejército Republicano tuvieron que sufrir detenciones y amenazas una vez regresados a casa tras el fin de la Guerra. Muchos fueron denunciados por sus propios familiares o amigos. Los que se libraban del “paseo”, por gracia de algunos “auditores de guerra” que los conocían, eran los menos. Los fusilamientos fueron frecuentes entre los años 1939 y 1941.

También hubo capturas de “maquis” que se ocultaron en la sierra huyendo de la detención por pequeños robos o tener delitos pendientes con la justicia. Muchos grupos fueron capturados y pasados por las armas en la misma Plaza de las Palomas.

Rafael Soria, director del Centro de Día de Mayores de Guadix, aunque se muestra reacio a recordar aquellos tiempos, no olvida una escena que presenció, con pocos años, en la Plaza de las Palomas. “Lo que se me quedó grabado fue el desmayo de uno de los guardias civiles que formaban el piquete de ejecución de un grupo de reos, que cayó al suelo instantes antes de recibir la orden de disparar”. Corría el año 1941, y el fusilamiento del que habla Rafael es el de cinco personas juzgadas de manera sumarísima, encarcelados en el antiguo Casino de Guadix, a menos de 50 metros del paredón, en la misma Plaza de las palomas.

Francisco Martínez nació en el Barrio de San Miguel hace 84 años. Conversando en el Centro de Día de Mayores de Guadix, recuerda ver los primeros “paseos” el mismo año en que comenzó la guerra, pero también fusilamientos en las mismas calles de su barrio. A su amigo Rafael lo mataron “en las mismas escaleras del Palacio del Obispado, donde se encarceló a los primeros presos”. “A los fascistas los metieron en la Cárcel de la plaza de las Palomas, y al llegar la Falange los liberaron pero no salieron hasta no estar bien seguros, pero llegaron, y detuvieron a todos los “rojos”, que los buscaron hasta en la sierra”, cuenta Francisco, electricista de profesión, y que trabajó en “Regiones devastadas” durante la posguerra, reconstruyendo las ruinas que arrasaron por completo la Plaza de las Palomas y otros muchos lugares en Guadix, en Benalúa, y en muchos otros lugares de toda la provincia.

Pero las ruinas de la Memoria aún no se han recuperado todavía, porque ningún Ayuntamiento de esta comarca posee documentación alguna sobre los represaliados que pasaron por este campo tras la Guerra, pero muchos de los que allí estuvieron encarcelados han vuelto en busca de un documento que pueda testificar oficialmente la existencia del campo de concentración, con el fin de que puedan solicitar, como prisioneros de guerra, la indemnización que el gobierno central y algunas autonomías conceden en estos casos.

José Luis Hernández, delegado provincial de Justicia: “El silencio no puede convertirse en olvido”

Guadix. José Luis Hernández Pérez, delegado provincial de Justicia en Granada y anterior alcalde de Guadix, guarda en su memoria muchas historias que llegaron a sus oídos por boca de sus paisanos y sabe que todo el silencio que ha habido entorno a la represión de posguerra “fue una especie de pacto para no crear rencores y ayudar a consolidar el régimen democrático”.
Hernández recuerda las palabras de Antonio Jara Andreu cuando decía que la generosidad de de tantos represaliados para administrar su silencio y sus recuerdos durante tantos años, con tal de que no volviera el odio a España, debía ser valorado ahora. El delegado provincial afirma que “nuestra democracia debe devolver ese gesto intentando que el silencio de tantos años no se convierta en olvido”.

Por este motivo, José Luis Hernández es consciente de que los pueblos no pueden olvidar este “episodio negro de la historia de España”, precisamente para que no vuelva a ocurrir, ni tampoco “olvidar a tanta gente que perdió la vida por defender la democracia y que ha sufrido la represión o la muerte de sus seres queridos”.

Esta nueva normativa pretende así “poner nombre y apellidos a todos aquellos que perdieron la vida y que ni sus vidas ni sus cuerpos queden en el anonimato, bajo una fosa común”.
En Guadix, existe esta fosa común en el Cementerio Municipal, donde en 1980 se homenajeó a los que allí descansan y se rotuló la inscripción “ En memoria de nuestros compañeros caídos en defensa de la República. Libertad y democracia”. Pero esta ciudad guarda los recuerdos más tristes de la represión, “más dura si cabe por resistir el gobierno republicano hasta los últimos momentos”, según recuerda Hernández, pero también la más silenciada para no levantar odios entre los accitanos, que sufrieron muy intensamente la Guerra civil.